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El Covid-19 no es el primer virus que da un salto entre especies. Esta vez, sin embargo, el salto se ha producido en el mercado mundial, en un sistema de conexiones y movilidad sin precedentes. Justo cuando el capital se ha hecho pandémico, planteando una pretensión mundial de dominación, de una manera u otra muchas de estas conexiones deben ser detenidas para evitar la propagación del contagio. Los regímenes de cuarentena, el distanciamiento social, el aislamiento se imponen de diferentes formas y con diferentes intensidades incluso cuando se ha declarado la intención de dejar que la epidemia siga su curso. Todavía, las excepciones al principio de la distancia se multiplican cuando los hombres y las mujeres tienen que ir a la fábrica, sanear los lugares de trabajo, garantizar el movimiento de las mercancías o el funcionamiento de los almacenes logísticos, donde los volúmenes de trabajo aumentan de manera exorbitante para las compras de quienes se ven obligados a quedarse en casa. En estos estados de excepción, en medio de la crisis, se han encendido focos de antagonismo: huelgas que dan una señal política inesperada a la interrupción de lo social; luchas que, reclamando la protección de la salud, activan una comunicación transnacional en la que se expresa el rechazo a ser dominados y explotados a costa de la vida misma. Es el trabajo vivo que insiste en no querer convertirse en trabajo muerto. No creemos que en los libros de historia se va a escribir: «para capitalismo fue fatal un salto entre especies», ni pensamos que las varias experiencias de solidaridad y lucha que se están multiplicando en la pandemia anuncien su fin. En cambio, sabemos que estamos frente a la crisis del programa neoliberal y que la crisis no es un fin, sino una suspensión que prepara y acelera nuevas formas de organizar la explotación y la dominación, generando los puntos de tensión sobre los que se articularán las luchas futuras. No creemos que esta crisis nos haga ningún favor. No marca el “fin de Europa tal como la conocemos”, porque la Unión Europea seguirá siendo una poderosa articulación de mando sobre nuestras vidas. Por lo tanto, no establece la venganza fuera de tiempo de los estados soberanos a pesar de su ruidoso protagonismo. No es el fin inmediato de la agenda neoliberal, pero muestra como ésta se haya vuelto insostenible en las formas tomadas en los últimos veinte años. Esta crisis es muchas crisis, y por lo tanto actuará muchas distinciones, sin marcar un final. Sin embargo, podría marcar algunos comienzos.
El virus ataca sin diferencias, pero sus efectos sociales son diferenciados. Sin embargo, no basta con reconocer que algunas mujeres y algunos hombres pagan el precio más alto por ello. El capital pandémico ya tiene que lidiar con los momentos en que el programa neoliberal muestra sus límites y experimenta sus crisis. Es la crisis que se ha practicado y profundizado por las revueltas que han atravesado América Latina en los últimos meses y por la larga huelga francesa: mientras que hoy en día millones de individuos, hombres y mujeres, ya no tienen ni siquiera un salario con el que contar para reproducir sus vidas, es evidente que el costo de millones de vidas destinadas a la explotación o a la miseria ya no se puede repercutir enteramente en los salarios. Es la crisis que practican y profundizan las mujeres, que durante años han rechazado en masa la subalternidad que les impone la violencia de la dominación masculina: mientras que el cierre de las escuelas ha obligado inmediatamente a las madres a quedarse en casa para cuidar de sus hijos, hay cientos de miles de mujeres que no pueden hacerlo porque la división sexual del trabajo las está atrapando, ya sea como enfermeras o como trabajadoras de la limpieza, en funciones fundamentales para combatir la epidemia. Es, finalmente, la crisis practicada y profundizada por millones de mujeres y hombres que se mueven a través de las fronteras rechazando la guerra y la explotación, la violencia y la miseria. Mientras que en Italia las medidas adoptadas para evitar la propagación del contagio obligan a los solicitantes de asilo en una situación de saturación en los centros de acogida, cuyas puertas se abren sólo para permitirles ir a trabajar en almacenes logísticos y en la cadena agroalimentaria, el periódico de Confindustria aconseja con franqueza a las familias que despidan a las cuidadoras, invocando la emergencia como causa justa (cuando la ausencia de un contrato no permita alejarles sin otras explicaciones). De los dos millones de trabajadoras domésticas y de cuidados, la mayoría de ellas migrantes, muchas están perdiendo así sus empleos y con ellos sus hogares y todas las formas de sustento, mientras que muchas otras, aunque sean trabajadoras de cuidados, no podrán beneficiarse de ninguna de las medidas previstas en el decreto «cura-Italia». Las trabajadoras domésticas son socialmente borradas, mientras que la pandemia vuelve a poner de relieve segmentos de trabajo vivo que habían sido eliminados por un imaginario postindustrial generalizado. El virus circula evidentemente en líneas de dominación inscritas desde hace mucho tiempo en la producción social y a lo largo de estas líneas distribuye sus efectos, con una radicalidad dramática que llega a poner en peligro la vida misma. El virus se arraiga en la crisis de la forma neoliberal de reproducción social.
La crisis actual evidentemente no afecta a todos los lugares de la misma manera, ni se gestiona en todas partes de la misma manera. No hace falta mucho para darse cuenta de que existe una brecha insalvable entre Alemania, que está asignando 550.000 millones de euros de crédito a las empresas, y los Estados africanos que ya están declarando su incapacidad estructural para hacer frente a las consecuencias sanitarias del contagio en ausencia de la infraestructura mínima. Nadie se esperaba esto y cada uno reacciona de manera diferente. Italia trata de garantizar a Confindustria la flexibilidad necesaria para mantener la producción en movimiento incluso en esta fase complicada – entre otras cosas – por las protestas obreras que molestan también a los grandes sindicatos; Macron – con un gesto digno del peor lacayo – bloquea la reforma de las pensiones demostrando que los millones de trabajadores que la cuestionan desde hace meses tenían razón; Johnson, que en un principio parecía querer confiar la resolución de la crisis a la libre circulación del virus en un país, se encuentra contemplando escenarios de cierre en un país que no ha brillado durante mucho tiempo por el estado de salud de su sistema sanitario; Trump, tras considerar la posibilidad de condenar a muerte a cientos de miles de hombres y mujeres sin seguro médico, se está preparando para monetizar la gestión de los efectos económicos de la pandemia con un plan de rescate que proporciona una renta de cuarentena a algunos individuos – confirmándolos así en su imaginaria soberanía como consumidores – y una impresionante financiación para las empresas. La suspensión de algunas políticas neoliberales y algunas revaluaciones son necesarias para asegurar que el capital sobreviva al contagio y obtenga ganancia en la ocasión.
No es demasiado sorprendente que la Unión Europea haya eliminado el tope de austeridad, suspendiendo el Pacto de Estabilidad, mientras que el BCE garantiza la deuda pública y la liquidez, sin pedir los habituales programas de ajuste feroz, al menos por el momento. No es el fin por decreto del neoliberalismo, no es la enésima ocasión de inventar otra Europa progresista, ni el retorno al estado de bienestar del siglo XX con su servicio de salud para todos, sino el reconocimiento, ya maduro desde hace tiempo, de que el mercado es un dictador insuficiente para garantizar las condiciones de reproducción del capital. La sanidad y el trabajo en Europa se convierten así en el nuevo frente del gasto público para garantizar la estabilidad de un sistema sometido a una prueba de tensión sin precedentes ante la cual la Unión oscila entre la coordinación política, inevitable para contener los efectos económicos del contagio, y la pretensión igualmente fuerte de los capitalistas de todo tipo de regir las opciones de cada Estado para aprovechar la situación o continuar como si nada. La oscilación es la clave de una estrategia reactiva que tiene por objeto preservar el sistema en su conjunto, modulando las intervenciones en sus partes específicas, a fin de evitar los ataques de una dimensión transnacional que finalmente se presenta como crisis no sólo bajo la forma de una pandemia, sino también de huelgas que recorren las líneas de distribución de las mercancías. Por cierto, Europa sólo muestra su unidad política cuando se trata de enviar un naciente ejército europeo para repelar a los migrantes en la frontera greco-turca y financiar la guerra de Erdogan contra los hombres y mujeres kurdos. Desde una perspectiva transnacional, la pandemia no sólo sanciona la muerte del soberanismo, sino que también y sobre todo marca el límite de la razón logística que preside a la gobernabilidad neoliberal, porque el virus no se deja manejar según los esquemas de previsibilidad de un algoritmo programado para sortear todas las desavenencias.
Hay que mirar esta crisis sabiendo que la suspensión del programa neoliberal prepara algo nuevo. No estamos en guerra, pero estamos en una situación que ofrece la oportunidad de experimentar cosas que eran impensables hace sólo unas semanas y de romper la resistencia. La retórica de guerra que alaba a los héroes que trabajan en los hospitales para derrotar al virus, o al sacrificio de los obreros por la patria, no es sólo un retorno nostálgico al pasado, sino que señala la dificultad de manejar esta transición. Cuando se impuso el bloqueo, la transición de la enseñanza en línea a la extensión progresiva del teletrabajo fue corta. La medida no puede generalizarse, en parte porque el capital desconfía del trabajo que no puede mantener estrictamente bajo control, en parte porque la producción y la distribución, aunque estén gestionadas por plataformas, no pueden transferirse a la red, tanto es así que los principales levantamientos, en Italia y en el mundo, se produjeron en lugares donde el trabajo no podía mantenerse a distancia. El teletrabajo, por otro lado, es una de las medidas cada vez más utilizadas para hacer coexistir el trabajo y el distanciamiento social. Eso podría tener consecuencias estables y no simplemente excepcionales con respecto a la intensificación y extensión de la jornada laboral mundial, así como – sobre todo para las mujeres – a la simultaneidad de los trabajos: lo que se puede hacer telemáticamente a cambio de un salario y lo que requiere una presencia inevitable para el cuidado. La reconversión de la economía de la pandemia no será sin dolor y habrá que contar con nuevas formas de aislamiento y fragmentación, con nuevas pretensiones de disposición al sacrificio que, en la fase de ‹‹reconstrucción››, afectarán las mismas personas que hoy en día, para ‹‹quedarse en casa››, han tenido que recurrir a las vacaciones y a las enfermedades, gracias a las cuales los patrones se han liberado de la carga de pagar parte de los costes sociales de la pandemia. Es cierto: la crisis la pagan no sólo los trabajadores precarios y los migrantes, sino también muchos capitalistas. En un sistema global ya sacudido por la guerra comercial entre Estados Unidos y China, la crisis actual intensifica los procesos de reestructuración de las cadenas de producción mediante una fuerte competencia entre las empresas y las estrategias nacionales. De hecho, no se trata sólo de un bloqueo económico momentáneo, sino de un reajuste de las cadenas globales que conducirá inevitablemente a un proceso de destrucción del capital fijo y a nuevas formas de acumulación. Sin embargo, lo que está en juego en esta crisis no es la salud de cada uno de los capitalistas, sino la continuidad de una relación social de dominación y explotación. La pandemia está incubando nuevas desigualdades. Ya se está utilizando para domesticar el trabajo con mayor ferocidad y redibujar las líneas divisorias para gobernar la producción y la reproducción social. Impactar en la crisis significa derribar estas divisiones. Significa pensar en la iniciativa al mismo nivel que hoy en día pone en jaque a la razón logística, capaz de sortear los bloques locales, pero no de neutralizar los conflictos que actúan a lo largo de las trayectorias transnacionales de su dominio.
En el completo desorden que reina bajo el cielo, nadie se atreve a decir que la situación es excelente. Sin embargo, hay que tener el coraje de captar las aperturas, los rechazos y las novedades, sin repetir lo que ya se ha dicho con palabras apenas diferentes, sin mitificar pero también sin condenar los balcones que cantan en busca de un alivio colectivo en estos días de aislamiento forzoso. Entre las estaciones y las prisiones, en Italia el espectro de la indisciplina vaga a lo largo de los brotes de la pandemia, pero crece junto con el miedo que sostiene a las viejas y nuevas jerarquías. Cuando la soledad del aislamiento se rompe con el himno nacional italiano que garantiza al gobierno un apoyo sin precedentes, cuando la demanda de seguridad se convierte en racismo o en la invocación de medidas de castigo y vigilancia, cuando el individualismo absoluto del neoliberalismo reaparece en comportamientos incapaces de aceptar ningún criterio de seguridad y solidaridad colectiva, los signos no son muy alentadores. Cuando el cuidado de uno mismo y de los demás invocado contra el trabajo se convierte en la aceptación inadvertida de los tiempos intensos y largos del teletrabajo y se mueve hacia una aceptación tácita de los roles sexuados que hasta ayer desafiamos, incluso el alabar el cuidado como un secreto resuelto de la cooperación social muestra sus límites. La cuestión es que exactamente las condiciones concretas de esa cooperación y sus prácticas antagónicas parecen estar socavadas por un contagio que rompe todo vínculo, que aísla y divide. Pero es igualmente cierto que ha habido quienes han sabido transformar el presente en una ocasión inesperada: desde Castel San Giovanni (Piacenza) hasta Passo Corese (Roma) y en los almacenes polacos, franceses y americanos, Amazon ha sido atravesado por una huelga transnacional. Frente al virus de la huelga que, de manera imprevisible, pero poniendo de relieve una comunicación transnacional que viene de largo, se ha extendido en sus almacenes por todo el mundo, Seattle concede salarios más altos para devolver al trabajo a los obreros y a las obreras que se declaran en huelga para subir el precio de sus vidas, aunque luego les corresponda a los distintos almacenes gestionar los aumentos salariales dependiendo de las relaciones de poder locales. La negativa de los trabajadores de Amazon a poner sus vidas en riesgo para permitir que el gigante mundial de Seattle se convierta en el último guardián del orden logístico ha mostrado una forma en la que podemos prácticamente cuidarnos. La consigna del movimiento feminista, si «nuestras vidas no cuentan, hacemos huelga», creada para imponer la fuerza de la huelga contra la violencia masculina que mata, expresa ahora la forma de una experiencia transnacional de lucha obrera. En Chile – que durante meses fue una incubadora de nuevas políticas de austeridad que después de haberse enfrentado a los levantamientos sociales, ahora tienen que hacer frente a la pandemia – la huelga ha sido invocada de nuevo por el movimiento feminista para reclamar aquel «quedarse en casa», que algunos puestos de avanzada del neoliberalismo latinoamericano se niegan a practicar, poniendo en peligro la vida de millones de personas. A pesar de que no tenemos programas y recetas que proponer, aquí está la esperanza de nuestra recuperación. Aquí están los focos de una lucha que vive y se transforma incluso en las crisis del capital pandémico.