Entrevista à Diego Tatian y Sebastian Torres, Faculdad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
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Potreste riassumere brevemente la storia dell’università di Cordoba nell’ultimo decennio (a partire, diciamo, dal default del 2001)?
Durante los años ‘90 la Universidad pública argentina fue presa de un cambio cultural impulsado en el contexto de un desmantelamiento general de lo público, que buscaba convertirla en una institución meramente prestadora de servicios y subordinada a las demandas del mercado. El proyecto de Universidad de esa década -cuando se realizaron sucesivos recortes presupuestarios y una reducción de su autonomía- era el de una sumisión al financiamiento de los organismos internacionales de crédito, con una fuerte injerencia del sector privado en las políticas académicas y de estructura. La subsunción de la vida bajo el paradigma de la empresa fue, en los años noventa, la cobertura ideológica de un monumental desguace económico y cultural del Estado, y de la dilapidación, en pocos años, de una sabiduría institucional y un patrimonio colectivo obtenidos al cabo de muchas generaciones. En ese contexto se abrió paso lo que Marilena Chaui llamó el “discurso competente” –en el doble sentido de la palabra: competencia como delegación de las decisiones políticas en técnicos considerados “competentes” para la resolución de los asuntos comunes; y competencia como modo de representar el vínculo social, según el cual los individuos se conciben como competidores y la sociedad en general como una carrera en la que se trata de aventajar al resto. Sin embargo, los noventa fueron también años de resistencias en defensa de la educación pública, que permitieron evitar la completa imposición del paradigma neoliberal.
En 2003, tras la asunción de Néstor Kirchner como presidente, se produce un giro político que impacta fuertemente en la vida de las universidades;desde entonces el presupuesto de educación, ciencia y tecnología creció año tras año hasta ser actualmente es el más alto de la historia: el 6% del PBI. En Córdoba (la Universidad más antigüa del país, fundada en 1613), por primera vez en sus 400 años una mujer es elegida Rectora y, en el curso de dos períodos (2007-2013) encabeza un conjunto de transformaciones sin antecedentes, que tiene su base en una ampliación de derechos (estudiantiles, docentes, laborales en general) y de la ciudadanía universitaria; un marcado desarrollo de políticas de inclusión; una profusa intervención en los debates de políticas públicas;la restricción a la reelección indefinida en los cargos directivos; la puesta en marcha de la carrera docente (cuya implementación se propone articular estabilidad laboral y calidad académica); una promoción de la extensión y el vínculo con movimientos sociales, etc. Las transformaciones de los últimos años no son meramente administrativas y funcionales sino culturales y basadas en la recuperación y articulación de dos tradiciones que marcaron dos ideas distintas de Universidad: la tradición reformista anticlerical que tuvo inicio en 1918(cuyas ideas fundamentales son la autonomía, la participación estudiantil en los órganos de gobierno, la crítica del profesionalismo y la especialización,la enseñanza científica y laica…), y la universidad popular impulsada por el peronismo (que establece la gratuidad de los estudios universitarios en 1949), orientada a la capacitación técnica de trabajadores e hijos de trabajadores. Esas transformaciones estuvieron orientadas sobre todo por el desmontaje del prejuicio que opone la calidad académica y la inclusión social, y por la idea de que el reconocimiento del “derecho a la Universidad” de los ciudadanos (con programas concretos que extiendan ese derecho a los sectores populares) favorece el desarrollo científico y la producción del conocimiento.
Come si realizza oggi a Cordoba quello che Eduardo Rinesi (e Diego di seguito) ha chiamato “il diritto all’università”?
No puede comprenderse lo que Rinesi ha denominado “derecho a la universidad” por fuera del marco general de ampliación de derechos llevado adelante por las políticas públicas desde el año 2003. Respuestas estatales a demandas sociales de distinto orden, como la ley de matrimonio igualitario, ley de la música, ley de medios de comunicación audivisuales, y en particular la “asignación universal por hijo”, subsidio que el Estado entrega a contraparte de la certificación de la escolaridad de los niños, que sumado al establecimiento de la obigatoriedad de la escolarización media (que deja a los jovenes en la puerta de los estudios universitarios) y al reciente subsidio a jovenes que realizan estudios (que es un subsidio universal y no una beca) representan un conjunto de medidas que colocaron a la Universidad en el horizonte de lo posible para los sectores populares y a la Universidad en la tarea de tener que responder con mayor conciencia y eficacia a su caracter público, gratuito y de calidad. El cumplimiento de estos tres principios, que son la histórica columna vertebral de nuestras Universidades, siempre estuvo sujeto a las posibilidades económicas y culturales que de hecho solo gozaban los sectores medios y altos de la sociedad, y por lo tanto, anclaban a la Universidad (y a la sociedad en general) a una concepción de reconocimiento de derechos meramente formales, promoviendo una cultura elitista donde los derechos terminan siendo, de hecho, privilegios. Entonces, el “derecho a la Universidad” se reconoce en ideas fundamentales; una, que los derechos expresan la posibilidad del acceso efectivo a bienes públicos que, sostenidos por el Estado, deben promover principalmente la incorporación de los sectores populares, que son aquellos sectores que, no contando con recursos propios, más requieren el apoyo estatal para hacer efectiva la igualdad de derechos; la otra, que un proyecto de democracia y desarrollo nacional que incorpore a la Universidad, formando profesionales, fortaleciendo la investigación y el desarrollo científico y social, y vinculándose con las demandas sociales locales, nacionales y regionales, requiere incorporar en la Universidad a quienes son el fin mismo de ese proyecto. Esto no supone la ya ingenua idea de incorporar a la Universiad la conciencia de clases, pero si romper con el círculo que ‒si no de contenido, sí de forma‒, supone que en las universidades se forma la vanguardia iluminada o la neo-tecnocracia, sujetos privilegiados de las futuras transformaciones social. Se trata, en definitiva, de pensar que los derechos son uno de los lenguajes posibles de la inclusión y la creatividad social, base fundamental para la consolidación de una democracia igualitaria.
En la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) son muchas y de distinto orden las acciones llevadas adelante desde el año 2007, que generalmente pensadas en términos de inclusión social, pueden componer parte de lo que pueden ser las acciones que hagan efectivo ese “derecho a la Universidad”: sostenimiento del ingreso irrestricto a la Universidad, ampliación del histórico comedor universitario, implementación activa de programas de becas nacionales y propias de manutención (no becas de exelencia sino becas sociales), obra social médica estudiantil completamente gratuita, fortalecimiento de los equipos docentes en los años iniciales (donde se encuentra la mayor deserción) y creación de equipos de apoyo, atendiendo a la realidad de que muchos estudiantes son la primera generación familiar que accede a la Universidad; pero también, y esto no es menor, una serie de modificaciones reglamentarias ‒desde la “declaración de los derechos del estudiante”, a regímenes especiales de cursado y evaluación para alumnos trabajadores o alumnos con familiares a cargo (hijos, padres, etc.)‒, que tienden a modificar el histórico perfil del alumno “universitario a priori”, para facilitar el ingreso, la permanencia y el egreso. Fomentando la incorporación de estudiantes a los equipos de investigación y a proyectos de extensión universitaria, entre otras medidas, además de brindar los medios para el ingreso y permanencia de los estudiantes con menores recursos, hacen a los estudiantes parte de la vida académica por derecho, y no según el mérito. La igualdad referida en el “derecho a la Universidad” no se sostiene sólo con la inclusión de más estudiantes dentro del sistema universitario, sino brindando una formación de máxima calidad, porque el “derecho de Universidad” es el derecho a la mejor Universidad posible. En este sentido, las mejoras salariales a los docentes (historicamente los sueldos más bajos del sector público), el financiamiento de la investigación universitaria y, en general, el sustantivo incremento presupuestario a las Universidades son parte fundamental en la cuestión. En nuestra Universidad, por ejemplo, la implementación de la “carrera docente”, que modifica el sistema de pemanencia en los cargos docentes a partir de una evaluación periódica de desempeño centrado en la docencia, no sometiéndolos a concursos abiertos periódicos que ponen en riezgo su estabilidad laboral, ha permitido que la tarea docentre pueda concentrarse en el trabajo de formación e investigación y esté menos sujeta a la generación permanente de un curriculum individual, que sabemos hoy es la regla de la competencia académica. Finalmente, otra dimensión fundamental es la democratización de las instituciones universitarias, de sus órganos de gobierno y de toma de decisiones, que en la UNC han logrado un importante avance en dirección a lo que hemos llamado “ciudadanía universitaria”.
Come rovesciare la “estricta separación entre administración por un lado y docencia e investigación por otro” (citazione dal testo di Diego)?
Frente al progresismo reaccionario que disputa el sentido del estatuto universitario acusando de “conservadores” a quienes resisten la conversión de la Universidad en una empresa de servicios (y la consiguiente tercerización de la gestión universitaria), la interlocución con la historia, la anamnesia y la anacronía pueden esconder un insospechado contenido emancipatorio. En ese aspecto, una universidad democrática mantiene una importante dimensión conservacionista, que permite articular una lucidez crítica de contenidos antiguos y nuevos, contra el paradigma de una eficiencia definida en términos del mercado, que se busca hacer prosperar y naturalizar como modelo de las rutinas investigadoras y docentes, en cuanto pura prestación de servicios definida por la demanda estricta –de consumidores, de empresas, de mega-emprendimientos extractivos.
La conmoción dramática que afecta a la universidad pública en su carácter democrático debido a los requerimientos del capitalismo en la llamada “sociedad de la información”, no puede ser enfrentada con la adopción de posturas puramente defensivas o de resistencia; antes bien requiere una reinvención y una reapropiación de sí misma en sintonía con su mejor legado. En su estudio sobre La universidad en el siglo XXI, Boaventura de Sousa Santos propone una globalización contrahegemónica de la Universidad como bien público autogobernado, un internacionalismo afirmativo y alternativo a la actual lógica supranacional del capitalismo que procura inscribir a la educación en el circuito del consumo a distancia, como cualquier mercancía. Ese internacionalismo debería ser capaz de “recuperar el papel de la Universidad pública en la definición y resolución colectiva de problemas sociales”, conforme un programa institucional que prevé un privilegio de la extensión, la “investigación-acción”, la “ecología de saberes”, la implementación de talleres de ciencia, etc. (Sousa Santos 2005). Todo ello supondría, en primer lugar, no solo un mantener el autogobierno como parte de la vida académica, sino también una cultura de autoevaluación compleja, en ruptura con la requerida por el mercado internacional de los saberes que establece como criterio decisivo de supervivencia académica, tanto de docentes como de universidades, la cantidad de publicaciones en revistas consideradas de alto impacto. Requiere una libertad -más que un complejo de inferioridad- respecto de los indicadores en virtud de los cuales suele establecerse el ranking de universidades –en general los mismos que las universidades periféricas han introyectado en su interior para evaluación de sus docentes.
El desinterés por la democracia social implícito en el modelo de universidad que busca imponer el mercado educativo transnacional -según el cual es el mercado mismo la única dimensión pública legítima que concierne a la Universidad-, se articula asimismo a un desmantelamiento de la universidad democráticamente organizada, en la que docencia, investigación y extensión no se hallan alienadas del propio gobierno y las decisiones acerca de la orientación que debe seguir todo lo que la universidad piensa y produce –más simple: la universidad inserta en el mercado de saberes es incompatible con cualquier forma de “autonomía”. La imposición del paradigma neoliberal conlleva pues una escisión entre las actividades consideradas específicas al conocimiento y su transmisión por una parte, y su gestión institucional por la otra; una desrresponsabilización política de la comunidad universitaria, que deberá de ahora en más encomendar su “administración” a gestores de recursos, humanos y financieros, conforme un modelo de organización empresarial donde las funciones se hallan profesionalizadas: “estricta separación -dice Souza Santos- entre administración por un lado y docencia e investigación por otro”.
Los embates por transfigurar la universidad pública en una universidad privada -que fueron fortísimos en los años noventa y continúan merced a una incesante presión tanto interna como externa-, no deberían a mi entender motivar por parte de quienes de una manera o de otra se hallan comprometidos con la persistencia de la universidad como bien público, posiciones puramente defensivas o resentidas, sino afirmativas y creativas, sin abandonar la interrogación -sin duda interminable y de escaso valor de mercado- acerca de palabras como emancipación, libertad, justicia, igualdad o felicidad; sin perder tampoco de vista la importancia que el cogobierno universitario reviste para irrigar la cultura democrática del país al que la universidad pública pertenece –en cuanto ha sido y sigue siendo un ámbito de formación política y no sólo académica de grandes dirigentes democráticos, tanto como un laboratorio de producción de ciudadanía sin la cual la sociedad civil sería políticamente más pobre y seguramente más autoritaria.
Passando a uno sguardo più generale: quale significato – teorico e politico allo stesso tempo – dareste al concetto di autonomia universitaria? E di università pubblica?
En La vida de los estudiantes -un breve texto que escribió en su juventud- Benjamin consideraba a la filosofía, a la conversación socrática en su anhelo de universalidad, como antídoto de todo profesionalismo; como “aliento y protección de la comunidad filosófica… no mediante cuestiones propias de una filosofía profesionalizada y científicamente limitada, sino mediante las cuestiones metafísicas de Platón y Spinoza, de Nietzsche y los románticos”. Exactamente lo que Deodoro Roca, máximo exponente de la Reforma Universitaria que tuvo lugar en Córdoba en 1918, llamaba “espíritu filosófico”, según él “muerto y amortajado en las universidades y en todos los institutos oficiales de cultura”. El cultivo de la ciencia acotado a la especialidad aparece aquí como capitulación no sólo de la filosofía sino de toda inteligencia colectiva y de un intelecto general capaz de afrontar los problemas universales de la cultura. En ruptura con la herencia kantiana tanto como con la hegeliana, el protagonismo adjudicado aquí a una filosofía renuente a volverse disciplina es lo que permite a los saberes universitarios la interlocución con ideas de otro origen: “En su función creadora -escribía Benjamin-, el estudiante viene a ser como un gran transformador encargado de utilizar un aparato filosófico para traducir a un lenguaje científico, las ideas nuevas previamente surgidas en el terreno del arte y de la vida social”. La filosofía como interés en la no-filosofía, la universidad como atención por la vida no universitaria y por experiencias que tienen lugar al margen de su ámbito, rompe tanto con la “autonomía” científica como con la “heteronomía” profesionalista (y también, por anticipación, con lo que Heidegger va a llamar en 1933 Selbstbehauptung der Universität), en favor de una “heterogeneidad” irreductible a cualquier idea de “ciencia politizada”; ni simplemente autónoma, ni heterónoma, heterogénea resulta aquí una universidad sensible a una pluralidad intelectual, estética y social de la que toma sus objetos, y por la que se deja afectar.
Así comprendida, la heterogeneidad universitaria reconoce una responsabilidad que no se reduce al hecho de asumir una pertenencia institucional, estatal, nacional (aunque esto también deba volverse asunto a pensar, más allá del infantilismo político que concibe el tránsito por la universidad pública como un puro e ininterrumpido reclamo); antes bien esa responsabilidad se ejerce como resistencia a la imposición de una lengua única, o mejor aún: acto de invención en la lengua y el saber (imaginación de saberes “improductivos”; producción científica inapropiable por el Capital…) que permite sustraer el estudio, el producto del estudio, la forma de vida dedicada al estudio, de la “ciencia politizada” en cualquiera de sus variedades: la que es capaz de acuñar el Estado nacional, tanto como las que ponen en circulación los grandes centros de financiamiento y los organismos internacionales de crédito como si se tratara de una pura neutralidad –o incluso la “ciencia politizada” en su acepción asistencialista, muy extendida en la militancia de cierta izquierda estudiantil.
Un cotejo de toda reificación académica con el tribunal de la imaginación radical, reivindica la existencia -o coexistencia- de una “universidad inferior” (según esa extraña y tal vez irónica manera kantiana de hablar), en el interior de la cual, transversal a todas las “facultades superiores”, saberes y técnicas, se acepte el trabajo crítico de una filosofía “menor”, entre pasado y futuro, en la precisa encrucijada de una herencia -hecha de revolución y de reforma universitaria- y un porvenir abierto por pensar.
La noción de autonomía debe resignificarse. Autonomía no es autismo, ni indiferencia, ni immunitas. Contra la acepción más puramente liberal del término, disputarlo como una autonomía “para”, activa, comprometida, heterogénea, sensible (a la cuestión democrática, a la cuestión de los derechos…), es decir no indiferente a los dramas sociales en medio de los cuales la universidad está inscripta.La “autonomía heterogénea”abre la cuestión de la relación entre la Universidad y la no-Universidad, de la contigüidad entre el conocimiento y la vida.¿Qué significaría hoy atreverse a plantear intempestivamente la pregunta por una contigüidad posible del conocimiento y la vida? Aunque resulte paradójico, es esta la gran pregunta de la autonomía (y la herencia de la reflexión benjaminiana de la Universidad; también la herencia de la tradición reformista de Córdoba, que concebía la universidad pública como la posibilidad de comenzar el mundo nuevamente, una y otra vez, e imaginar vínculos sociales alternativos que pudieran impactar en la sociedad).
Che rapporto è possibile istituire all’interno dell’università tra l’esigenza del sapere critico (che si pensa sia soprattutto compito delle scienze umane) e quella del sapere produttivo (affidato dal senso comune alle scienze ‘dure’ e alla tecnologia)? Secondo voi è possibile produrre una sintesi virtuosa tra queste due esigenze?
Esta cuestión tiene, como sabemos, varias dimensiones. En primer lugar debemos interrogarnos por la situación contemporánea de la institución Universidad, que ya no es la Universidad moderna del “Conflicto de las facultades”, por el lugar que ocupa en la definción, producción y validación general de los saberes, asi como en la vida cultural y política de una nación. Cuestión no menor en la medida en que una serie de criterios de productividad capitalista, provenientes de agencias de investigación y desarrollo, empresas multinacionales, etc., imponen modelos de validación y esquemas de reconocimiento que las Universidades recibieron pasivamente, en muchos casos empujadas por la retirada del Estado. Es verdad también que estos criterios fortalecen a una parte considerable del campo universitario, concentrando allí su poder de intervención, económico, tecnocrático y simbólico, por lo que representa una disputa que se establece en el interior de la Universidad, en relaciones desiguales de saber-poder. Y es por eso también que la democratización de las universidades es una de las formas más eficaces de intervenir en las reglas de distribución del poder, para responder activamente a estos problemas. Esta es una situación trans-nacional de las Universidades públicas, por lo que cabría imaginar una Internacional Universitaria que logre incorporar las particularidades a la vez que pueda ofrecer un frente común de resistencia creativa al ya instalado modelo de la mercantilización del conocimieto.
No podemos proponer una crítica general a los saberes hegemónicos sin también recuperar aquella interrogación propuesta por Miguel Abensour (2005); si debemos resignarnos a una teoría crítica que, en su prodecen, considere que cualquier dimensión positiva o afirmativa implica una pérdida o renuncia al critisismo, perspectiva que hace décadas domina gran parte del campo de las humanidades y que, por otra parte, hace pie basicamente en las Universidades (por lo menos en nuestra tradición intelectual, otra cosa sería plantear un estado de la cuestión en el ámbito intelectual anglo-parlante). Y aquí también, más allá de las exigencias propiamente teóricas o, para ser más precisos, conceptuales ‒porque nunca deja de ponerse en juego la teoría cuando pensamos en sus efectos prácticos‒, el efecto que promueve ciertas maneras universitarias de critisismo es el cultivo de una relación cínica con las instituciones públicas e instrumental con los recursos del Estado. En este estado de cosas, lejos de un encuentro virtuoso con las ciencias o de un diferendo irreconciliable, termina por producirse una asimilación en las prácticas, resguardadas en una parcial interpretación de la autonomía del conocimiento y de la Universidad.
En Argentina se produjo un intenso debate público sobre el “rol de los intelectuales” en el actual proceso de transformación nacional (a partir de la conformación de un espacio denominado Carta abierta, integrado por intelectuales, científicos, artistas) que, entre otros interesantes efectos, activo importantes discusiones en el interior de las Universidades sobre la posibilidad misma de un pensamiento crítico a la vez que propositivo, de un conocimiento instituyente y no destituyente, ligado a la movilización social, comprometido y creativo, pero no vanguardista, responsable al momento de reconocer la necesidad de un modelo productivo alternativo, y vigilante frente a las diferentes formas de exclusión que estan presentes en todo modelo que demande eficacia. Citamos esto porque es en este marco general que ha sido posible instalar una discusión sobre el lugar del conocimiento que pueda ir más allá de la clásica disputa entre “filósofos y científicos”. Si es posible un círculo virtuoso entre ciencias y humanidades en el propio campo de la contitución de los saberes hoy es dificil de preveer, y debieramos interrogarnos si todavía pensamos esta necesidad bajo la herencia del proyecto moderno, que de alguna manera se a consumado en el capitalismo cognitivo. Pero no por eso se debe renunciar a un encuentro en un horizonte común que la Universidad, imaginada como comunidad del conocimiento, puede ofrecer. Pensar la Universidad ya resulta en una tarea común que abre a una serie de posibilidades no exploradas, y que debe ir más allá del actual acuerdo entre cientificos e intelectuales sobre un proyectos político-partidario nacional y popular. Si bien se han logrado interesantes encuentros en torno a la idea del conocimiento como propiedad colectiva, sigue siendo un tema central de debate las maneras de entender el desarrollo nacional y la idea misma de productividad y de bien social. Quizas el debate mismo, con todos los desacuerdos puestos en escena, hoy fundamental en nuestras Universidades, sea el encuentro virtuoso necesario para pensar en restituir la potencial transformadora del conocimiento en nuestra sociedad.
Esiste a Cordoba e più in generale nel sistema universitario argentino un dibattito sulle questioni della meritocrazia e della valutazione della ricerca e dell’insegnamento? Ci sono state recentemente delle innovazioni in questa direzione?
La Universidad ha sido históricamente meritocrática, y lo ha sido con independencia de su importante tradición emancipatoria, que en ciertos momentos ocupo un papel central en los procesos de transformación social y cultural. Lo ha sido como seguramente lo es toda institución donde se pone en juego un capital determinado. Hasta no hace mucho tiempo esa meritocracia estaba directamente ligada a tradiciones universitarias particulares. Hoy la trans-nacionalización de los sistemas de evaluación de la enseñanza y la investigación representan una nueva lógica meritocrática que se ha extendido más allá de las particularidades históricas y que, en muchos casos, coexiste y se potencia con ellas. Por qué las Universidades han recibido pasivamente estas nuevas formas de meritocracia ‒sin desconocer la presión ejercida por la retirada del Estado‒ encuentra parte de su respuesta en la propia cultura universitaria, por eso se trata de imaginar formas de resistencia y construcción no reaccionarias, que asuman la dificil cuestión de pensar la relación entre democracia y conocimiento.
En gran parte de las Universidades públicas del mundo existe un malestar al respecto, pero en muchas universidades argentinas y en particular en Córdoba, ese malestar activa discusiones colectivas y respuestas institucionales, aunque todavía parciales. La democrativación del sistema universitario y de varias instancias colectivas de decisión a nivel nacional ha posibilitado que diferentes actores puedan intervenir en los sistemas de evaluación que les son aplicados. Decimos parcialmente porque sabemos que no se trata de responder a estos megasistemas de evaluación de la producción amparándose en particularismos y micro-autonomías disciplinares, y esto porque sabemos también que gran parte de la eficacia de estos sistemas depende de su legitimación por el efecto transformador que tienen sobre las prácticas concretas y cotidianas en la docencia y la investigación. Esto se evidencia en la actual situación, donde más allá de la resistencia de un importante número de docentes e investigadores, son los mismos estudiantes y egresados los que han incorporado estos sistemas como guia práctica para el exito académico, lo que evidencia cómo estos sistemas trabajan sobre el real temor a la exclusión, que es su meta en cuanto dispositivos de competencia y selección. Este problema, que toca a la particularidad misma del sistema universitario, nos enfrenta en realidad con la esencia de la sociedad de mercado, donde la Universidad no supo bien cómo reconocerse, considerándose ilusoriamente como un Estado dentro de otro Estado. Por eso una respuesta posible, más allá de las resistencias locales a todos y cada uno de los dispositivos de control de la producción, puede encontrarse en el sentido general que posee esto que llamamos “derecho de Universidad”, que conjuntamente con la serie de medidas concretas que hacen a la Universidad parte de un proyecto más amplio de inclusión social, pone en el centro de la discusión una idea de la creación social del conocimiento que haga converger dos importantes tradiciones emancipatorias, la del conocimiento como bien común y la del conocimiento como autocompresión de nosotros mismos, sambiendo que ni una ni otra puede concebirse sin la productiva tensión entre crítica y creación.
Che ruolo può o deve svolgere l’università all’interno della società argentina, in particolare in relazione ai movimenti sociali che si sono sviluppati negli ultimi anni? Che cosa si fa a Cordoba in questa direzione?
La tarea de la Universidad no es apologética, ni una deliberada politización de la ciencia, ni (para retomar una distinción clásica) la conversión de la ciencia en ideología. Este recaudo no cancela el problema del compromiso: lo vuelve más complejo y desconfía por simplista de la perspectiva que presenta compromiso y autonomía como términos antagónicos (o que resuelve el asunto con la escisión: “comprometido como ciudadano” / “neutro como científico”).
La inscripción de la universidad en el proyecto nacional y continental en curso implica un desplazamiento: desde la Universidad como pura resistencia a la Universidad como fuerza productiva de ideas y de prácticas que se integra a algo que la excede –sin por ello sucumbir a ninguna heteronomía ni convertirse en instrumento. Sin embargo, la Universidad no deja nunca de ser un lugar de resistencia y de crítica: en este caso, al “desmonte” de saberes y de lenguajes. Resistencia a la transformación de la universidad como sujeto político en un puro objeto económico.
De alguna manera entre la producción del conocimiento y la posibilidad de concebir un sentido del conocimiento. Este conflicto entre conocimiento y sentido no se corresponde con las divisiones de las ciencias (p. e. ciencias naturales / ciencias sociales; ciencias exactas / humanidades, etc.), sino que es interior a cada Facultad –y tal vez interior a cada investigador, a cada científico, a cada docente que transmite ideas y saberes. Plantear la cuestión del sentido del conocimiento -del sentido del conocimiento que hacemos-, es el comienzo de una ruptura. La ruptura con la esencia de la sociedad de mercado, según la cual el único destino y el único sentido de las cosas (y de las ideas) es ser vendidas y compradas –ser mercancías. Como decíamos antes, esta ruptura nos conduce -y conduce a la ciencia y el conocimiento que hacemos y transmitimos- a antiguas palabras que acompañan la aventura humana, con una cierta intensidad mayor en algunos momentos, y que insisten en retornar a la conversación pública sin nunca desaparecer. Esas palabras –impronunciables en una Universidad puramente mercantilista, autoconcebida como prestación de servicios y de “insumos”- son por ejemplo: igualdad, justicia, libertad, emancipación, felicidad. En esta última quisiera detenerme un momento.
Una de las más indeterminadas y esquivas de la lengua castellana, la palabra felicidad no es indiferente al saber (a menos que lo consideremos como una pura serialidad sin sentido real en los grandes problemas de la vida humana), ni es indiferente a la política (a menos que la consideremos como un mal necesario cuyo único propósito es defender los intereses del individuo).Como la pienso, si hay alguna posible de esta palabra es como felicidad pública, colectiva, común, a partir de una experiencia de transformación. Una plenitud común –que no equivale a la “felicidad obligatoria” de las retóricas totalitarias, ni a una disolución de la dimensión trágica inherente a la vida humana, ni a un optimismo banal que ciega de lo real: deportaciones, exterminios, producción sistemática de sufrimiento en cárceles, hospitales, manicomios….La interrogación por la felicidad o por la plenitud común tal vez nunca cierra -porque el universo social no cierra nunca, siempre alguien pierde, siempre alguien queda fuera-, pero no por ello, me parece, debemos desatenderla u olvidarla, y de hecho se trata de una pregunta que recomienza con cada generación.
En esta línea, la universidad se abre a la composición política y cultural con sujetos políticos y movimientos sociales cuyas prácticas y saberes no tienen una extracción académica, para formar con ellos heterogeneidades complejas como ejercicio de una capacidad de afectar y ser afectado. Dicho esto, junto con esto, quisiera señalar una dimensión que llamaría de politicidad mediata de la universidad, en la que insistía Hannah Arendt. La ciencia, la filosofía y ciertas instituciones públicas tienen una gran importancia para la política, precisamente por ser de algún modo también exteriores a ella. En ciertas instituciones públicas instauradas y mantenidas por los poderes, contrariamente a lo que sucede en la esfera política, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más elevado del discurso y del empeño. Entre ellas las instituciones judiciales y las universidades –ambas independientes del poder social y político, que sin embargo las mantiene. Con ello, el campo político reconoce que paradójicamente precisa de instituciones exteriores a la inmediata lucha por el poder, cuyo sentido es la construcción de una “imparcialidad” (que no es equivalente de una neutralidad).
De manera que no sólo es posible indicar una utilidad social de las universidades (la investigación en las ciencias sin duda ha redundado en beneficios para la gente y para los estados que la financian); también hay una dimensión política, sobre todo de las humanidades, las ciencias sociales y la filosofía, que además de desentrañar el presente e intervenir en lo real, conservan, protegen e interpretan las verdades (de hecho y de razón) y los documentos humanos que las transmiten. Esta importante función política se ejerce desde fuera del campo político propiamente dicho.